ZOROASTRO
Si fue quien legó a los hombres este aforismo: «Cuando dudes si un acto es bueno o malo, abstente de practicarlo», Zoroastro fue el primero de los hombres después de Confucio.
Si esta sublime lección de moral se encontró escrita en el Sadder mucho después de la época de Zoroastro, bendigamos al autor de dicho libro. Pueden crearse dogmas y observarse ritos muy ridículos profesando excelente moral.
¿Quién era Zoroastro? El nombre parece derivar del griego y se cree que era medo. Los parsis actuales le llaman Zerdust, Zerdast o Zaradast. Se dice que no fue el primero de ese nombre, pues se habla de otros dos Zoroastros. Uno de ellos data de hace nueve mil años, que son muchos para nosotros, aunque sean pocos para el mundo. Nosotros sólo conocemos al tercer Zoroastro.
Los viajeros franceses Chardin y Tavernier nos han hecho saber algo de ese gran profeta, del que adquirieron noticias por medio de los guebros o parsis, todavía esparcidos por la India y Persia y que son excesivamente ignorantes. En cambio, el doctor Hyde, profesor de árabe en Oxford, nos ha hecho saber cien veces más de Zoroastro sin haber salido de su casa. Adivinó desde el oeste de Inglaterra la lengua que hablaban los persas en la época de Ciro y la cotejó con la lengua moderna de los adoradores del fuego. A él, especialmente, debemos la traducción del Sadder, en el que constan los principales preceptos de los devotos ignícolas o adoradores del fuego.
Las interesantes investigaciones de Hyde encendieron en el corazón del sabio orientalista francés Anquetil el deseo de viajar para aprender los dogmas de los guebros.
Viajó por la India con el fin de aprender en Surate, entre los parsis modernos, la lengua de los antiguos persas y leer en dicho idioma los libros del famoso Zoroastro, suponiendo que hubiera escrito.
Pitágoras, Platón y Apolonio fueron a Oriente en busca de la sabiduría, que no estaba allí, pero ningún hombre corrió tras esa divinidad oculta pasando tantas angustias, ni afrontando tantos peligros, como Anquetil, traductor de los libros atribuidos a Zoroastro. Ni las enfermedades, la guerra, los ingentes obstáculos que tuvo que vencer, ni la pobreza que es el primero y mayor de todos ellos, le hicieron desistir de su firme propósito.
Es una gloria para Zoroastro que un inglés escribiera su vida muchos siglos después de su época, y que luego un francés la volviera a escribir de forma diferente. Pero lo singular es que contemos entre los biógrafos antiguos del profeta a dos autores árabes, que cada uno redactara una historia distinta, y que las cuatro historias se contradigan de tal forma que nadie sea capaz de conocer la verdad.
El primer historiador árabe, Abu Mohamed Mustafá, refiere que el padre de Zoroastro se llamaba Espintaman, pero a renglón seguido dice que Espintaman no era su padre, sino su tatarabuelo. Respecto a su madre, dice que se llamaba Dogdu, Dodo o Dodu, una hermosa mujer hindú que describe muy bien el doctor Hyde.
El segundo historiador árabe, Bundari, asegura que Zoroastro era judío y fue un criado de Jeremías que engañó a su señor, y éste, por vengarse, le hizo contraer la lepra; el criado, por quitársela de encima, fue a predicar una nueva religión en Persia, donde consiguió que adoraran al sol en vez de adorar a las estrellas.
El doctor Hyde nos cuenta que el profeta Zoroastro vino del paraíso a predicar su religión en los dominios de Gustaf, rey de Persia, y éste le dijo: «Demuéstrame algo para que te crea». El profeta hizo crecer entonces ante la puerta del palacio un cedro tan corpulento y tan alto que ninguna cuerda podía rodearlo ni alcanzar el remate de su copa, y en su cima puso una hermosa habitación a la que ningún hombre podía subir. Y el rey quedó tan asombrado de este milagro que creyó en Zoroastro.
Cuatro magos envidiosos y malvados pidieron al portero real la llave de la habitación del profeta, mientras éste se hallaba ausente, y pusieron entre los libros de Zoroastro huesecillos de perros y gatos, y uñas y cabellos de muertos, elementos que, como es sabido, han usado los magos de todos los tiempos. Acto seguido, se presentaron al rey y acusaron al profeta de ser hechicero y envenenador. El rey mandó al portero que le abriera la habitación y encontrando lo dicho sentenció a la horca al enviado del cielo.
Cuando iban a ahorcar a Zoroastro, el caballo más hermoso del rey sufrió un percance extraño; se le metieron en el cuerpo las cuatro patas de tal modo que no se veían. Cuando el profeta lo supo prometió solemnemente curar al caballo a cambio del perdón. Aceptada su propuesta, hizo salir una pata del vientre del corcel, diciendo: «Señor, no sacaré la segunda pata si no prometéis abrazar mi religión». «Te lo prometo», contestó el rey. El profeta hizo aparecer la segunda pata del animal y luego exigió que los hijos del monarca también se convirtieran. Finalmente, la aparición de las dos patas restantes consiguió hacer numerosos prosélitos en la corte. Ahorcaron a los cuatro perversos magos en vez del profeta y toda Persia abrazó la religión de Zoroastro.
El orientalista Anquetil refiere poco más o menos los mismos milagros, pero embellecidos y aumentados. Por ejemplo, la infancia de Zoroastro debió ser milagrosa; según cuentan Plinio y Solín, cuando nació se echó a reír. En aquellos tiempos había muchos magos, muy poderosos, que vaticinaban que llegaría un día en que Zoroastro sabría más que ellos y los hundiría. El príncipe de los magos hizo que llevaran al niño a su casa con la intención de abrirle en canal, mas al iniciar esta operación se le secó la mano. Lo arrojaron al fuego para que muriera abrasado y el fuego se transformó para él en un bario de agua de rosas. Lo dejaron entre una manada de lobos y éstos fueron a buscar dos ovejas que le amamantaron toda la noche. Finalmente, comprendiendo que no podían quitarle la vida, lo devolvieron a su madre, la más excelente de todas las mujeres.
Y así son en todo el mundo las historias de los tiempos más remotos; por eso hemos dicho algunas veces que la leyenda es la más hermosa primogénita de la historia.
Quisiera, para solaz e instrucción, que los grandes profetas de la Antigüedad, Zoroastro, Mercurio, Trimegisto, Abaris y Numa, volvieran al mundo y discutieran con los filósofos menos sabios de nuestros días porque, sin duda, harían un papel ridículo. Serían unos mequetrefes charlatanes que no conseguirían vender sus drogas en la plaza pública, aunque repito que su moral es buena, porque la moral no es una droga. ¿Cómo pudo Zoroastro mezclar con tantas tonterías el sublime aforismo de abstenerse de obrar cuando dudemos de si es en bien o en mal? Por la sencilla razón de que los hombres están llenos de contradicciones.[1]
Ver también: Zaratustra ; faravahar, símbolo del zoroastrismo .
[1] Voltaire. Diccionario Filosófico. Edición digital.
Si esta sublime lección de moral se encontró escrita en el Sadder mucho después de la época de Zoroastro, bendigamos al autor de dicho libro. Pueden crearse dogmas y observarse ritos muy ridículos profesando excelente moral.
¿Quién era Zoroastro? El nombre parece derivar del griego y se cree que era medo. Los parsis actuales le llaman Zerdust, Zerdast o Zaradast. Se dice que no fue el primero de ese nombre, pues se habla de otros dos Zoroastros. Uno de ellos data de hace nueve mil años, que son muchos para nosotros, aunque sean pocos para el mundo. Nosotros sólo conocemos al tercer Zoroastro.
Los viajeros franceses Chardin y Tavernier nos han hecho saber algo de ese gran profeta, del que adquirieron noticias por medio de los guebros o parsis, todavía esparcidos por la India y Persia y que son excesivamente ignorantes. En cambio, el doctor Hyde, profesor de árabe en Oxford, nos ha hecho saber cien veces más de Zoroastro sin haber salido de su casa. Adivinó desde el oeste de Inglaterra la lengua que hablaban los persas en la época de Ciro y la cotejó con la lengua moderna de los adoradores del fuego. A él, especialmente, debemos la traducción del Sadder, en el que constan los principales preceptos de los devotos ignícolas o adoradores del fuego.
Las interesantes investigaciones de Hyde encendieron en el corazón del sabio orientalista francés Anquetil el deseo de viajar para aprender los dogmas de los guebros.
Viajó por la India con el fin de aprender en Surate, entre los parsis modernos, la lengua de los antiguos persas y leer en dicho idioma los libros del famoso Zoroastro, suponiendo que hubiera escrito.
Pitágoras, Platón y Apolonio fueron a Oriente en busca de la sabiduría, que no estaba allí, pero ningún hombre corrió tras esa divinidad oculta pasando tantas angustias, ni afrontando tantos peligros, como Anquetil, traductor de los libros atribuidos a Zoroastro. Ni las enfermedades, la guerra, los ingentes obstáculos que tuvo que vencer, ni la pobreza que es el primero y mayor de todos ellos, le hicieron desistir de su firme propósito.
Es una gloria para Zoroastro que un inglés escribiera su vida muchos siglos después de su época, y que luego un francés la volviera a escribir de forma diferente. Pero lo singular es que contemos entre los biógrafos antiguos del profeta a dos autores árabes, que cada uno redactara una historia distinta, y que las cuatro historias se contradigan de tal forma que nadie sea capaz de conocer la verdad.
El primer historiador árabe, Abu Mohamed Mustafá, refiere que el padre de Zoroastro se llamaba Espintaman, pero a renglón seguido dice que Espintaman no era su padre, sino su tatarabuelo. Respecto a su madre, dice que se llamaba Dogdu, Dodo o Dodu, una hermosa mujer hindú que describe muy bien el doctor Hyde.
El segundo historiador árabe, Bundari, asegura que Zoroastro era judío y fue un criado de Jeremías que engañó a su señor, y éste, por vengarse, le hizo contraer la lepra; el criado, por quitársela de encima, fue a predicar una nueva religión en Persia, donde consiguió que adoraran al sol en vez de adorar a las estrellas.
El doctor Hyde nos cuenta que el profeta Zoroastro vino del paraíso a predicar su religión en los dominios de Gustaf, rey de Persia, y éste le dijo: «Demuéstrame algo para que te crea». El profeta hizo crecer entonces ante la puerta del palacio un cedro tan corpulento y tan alto que ninguna cuerda podía rodearlo ni alcanzar el remate de su copa, y en su cima puso una hermosa habitación a la que ningún hombre podía subir. Y el rey quedó tan asombrado de este milagro que creyó en Zoroastro.
Cuatro magos envidiosos y malvados pidieron al portero real la llave de la habitación del profeta, mientras éste se hallaba ausente, y pusieron entre los libros de Zoroastro huesecillos de perros y gatos, y uñas y cabellos de muertos, elementos que, como es sabido, han usado los magos de todos los tiempos. Acto seguido, se presentaron al rey y acusaron al profeta de ser hechicero y envenenador. El rey mandó al portero que le abriera la habitación y encontrando lo dicho sentenció a la horca al enviado del cielo.
Cuando iban a ahorcar a Zoroastro, el caballo más hermoso del rey sufrió un percance extraño; se le metieron en el cuerpo las cuatro patas de tal modo que no se veían. Cuando el profeta lo supo prometió solemnemente curar al caballo a cambio del perdón. Aceptada su propuesta, hizo salir una pata del vientre del corcel, diciendo: «Señor, no sacaré la segunda pata si no prometéis abrazar mi religión». «Te lo prometo», contestó el rey. El profeta hizo aparecer la segunda pata del animal y luego exigió que los hijos del monarca también se convirtieran. Finalmente, la aparición de las dos patas restantes consiguió hacer numerosos prosélitos en la corte. Ahorcaron a los cuatro perversos magos en vez del profeta y toda Persia abrazó la religión de Zoroastro.
El orientalista Anquetil refiere poco más o menos los mismos milagros, pero embellecidos y aumentados. Por ejemplo, la infancia de Zoroastro debió ser milagrosa; según cuentan Plinio y Solín, cuando nació se echó a reír. En aquellos tiempos había muchos magos, muy poderosos, que vaticinaban que llegaría un día en que Zoroastro sabría más que ellos y los hundiría. El príncipe de los magos hizo que llevaran al niño a su casa con la intención de abrirle en canal, mas al iniciar esta operación se le secó la mano. Lo arrojaron al fuego para que muriera abrasado y el fuego se transformó para él en un bario de agua de rosas. Lo dejaron entre una manada de lobos y éstos fueron a buscar dos ovejas que le amamantaron toda la noche. Finalmente, comprendiendo que no podían quitarle la vida, lo devolvieron a su madre, la más excelente de todas las mujeres.
Y así son en todo el mundo las historias de los tiempos más remotos; por eso hemos dicho algunas veces que la leyenda es la más hermosa primogénita de la historia.
Quisiera, para solaz e instrucción, que los grandes profetas de la Antigüedad, Zoroastro, Mercurio, Trimegisto, Abaris y Numa, volvieran al mundo y discutieran con los filósofos menos sabios de nuestros días porque, sin duda, harían un papel ridículo. Serían unos mequetrefes charlatanes que no conseguirían vender sus drogas en la plaza pública, aunque repito que su moral es buena, porque la moral no es una droga. ¿Cómo pudo Zoroastro mezclar con tantas tonterías el sublime aforismo de abstenerse de obrar cuando dudemos de si es en bien o en mal? Por la sencilla razón de que los hombres están llenos de contradicciones.[1]
Ver también: Zaratustra ; faravahar, símbolo del zoroastrismo .
[1] Voltaire. Diccionario Filosófico. Edición digital.
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